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Ana Prendes

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Antropoceno es la era de la “rareza global”[1]. En 1963, la artista brasileña Lygia Clark ofreció tiras de papel, tijeras y pegamento, junto con unas instrucciones cortas y sencillas: haga una torsión en el papel, pegue la superficie de un extremo con el reverso de la otra y corte longitudinalmente la superficie de la banda. Y con una sola observación: evite los puntos elegidos anteriormente para seguir recortando. Caminhando es la exploración de la banda de Möbius: una superficie topológica en la cual uno de los lados continúa en el reverso del otro, siendo ambos indistinguibles —así la superficie posee una sola cara y un solo borde—. Intervenir este bucle retorcido se trata, según Clark, de una apertura a sentir de otro modo el tiempo y el espacio, en la que la obra misma se plasma en el preciso momento del acto de cortar y la experiencia inmanente que se origina, y no en la forma que se produce, mientras sus resultados cambian de acuerdo con el corte que cada una escoja para realizar su Caminhando.

La extraña topología de una banda de Möbius es la manera que adopta nuestra conciencia ecológica en el Antropoceno. “¿Puedes pensar en algo más raro —se pregunta el filósofo Timothy Morton (2018)— que darte cuenta de que vivimos en un nuevo periodo geológico, uno marcado por los humanos que se han convertido en una fuerza geofísica a escala planetaria?” (p. 5). En el año 2002, el químico atmosférico Paul J. Crutzen acuñó este término, pero a través de su prefijo antropo-, es decir, humano, el concepto permanece lleno de prometedoras contradicciones. Se han propuesto numerosos neologismos alternativos —Capitaloceno[2], Chutulence[3], Tecnoceno[4], Bioceno[5]— para criticar un concepto que engloba a toda la humanidad sin reconocer nuestras responsabilidades, hace énfasis en la jerarquía humana y no declara una conciencia multiespecífica. A pesar de todas sus críticas, como argumenta la antropóloga Anna Tsing (2019), el concepto continúa desencadenando conversaciones más allá de las ciencias geológicas, lo que resulta esencial para abordar la crisis climática en la que nos encontramos.

Navegar en la contradictoria polisemia del Antropoceno se manifiesta en la anómala sensación que supone encontrarnos sobre sus cimientos inestables. Descubrimientos científicos recientes en microbiología, física cuántica, climatología, cognición animal y cosmología nos han permitido empezar a vislumbrar la dinámica de los procesos que ocurren en su compleja escala temporal y espacial. Acceder a mundos de vida microbianos, desglosar la estructura fundamental de la materia, alcanzar el horizonte cosmológico y entrever la escala del tiempo (ecológico) profundo nos revelan las intrincadas formas de entrelazamiento entre humanos, no humanos y nuestro universo, desplazando el mito de la excepcionalidad humana.

El efecto que nos producen estas transformaciones conceptuales se ha asociado con una cierta sensación de extrañeza, a veces conectada a afectos de confusión, miedo, desorientación o fascinación. Este sentimiento se ha asociado con lo raro (the weird), ya que interrumpe nuestra experiencia ordinaria y revela cómo el mundo en el que vivimos tiene una manera de alterar nuestro sentido de la realidad. Por medio de esta conexión, dichas prácticas se han descrito como “ciencias raras”. Sus objetos de estudio son fenómenos naturales que tienen la capacidad de mostrar cómo las estructuras dentro de las que concebíamos el mundo son obsoletas y producen un conocimiento que perturba nuestro lugar dentro de la realidad (Bradić, 2019).

Fotografía: Rafa Yuste

En esta “era geológica”, tal sensación surge del contraste entre el potencial de saber sobre los procesos antropocéntricos y su inaccesibilidad fenomenológica. Una de las cuatro tesis que defiende el antropólogo Dipesh Chakrabarty en El clima de la historia (2009) es que es imposible que uno mismo se experimente como parte de una especie, el concepto en el que se basa el propio periodo geológico. Del mismo modo, tampoco podemos llegar a comprender la sexta extinción masiva en la que nos encontramos, que ya ha aniquilado el 98 % de la biodiversidad (Ceballos et al., 2015) que ha existido en el planeta.

Al referirse a la comprensión de la condición antropocéntrica, Morton (2013) ve una brecha entre la percepción sensorial y el conocimiento. A través de sus hiperobjetos, Morton describe

el grupo particular de objetos, como el calentamiento global, que están “distribuidos masivamente en el tiempo y el espacio en relación con los humanos” (p. 1) y “objetos genuinos no humanos que no son simplemente los productos de una mirada humana” (p. 199). Los hiperobjetos son reales, existen en nuestro mundo, pero trascienden los modos y escalas de acceso humano. Siguiendo este argumento, podemos usar las manos, ojos y oídos para presenciar la contaminación plástica marina, las temperaturas extremas, la desaparición visible de una especie o el incremento del nivel del mar. Sin embargo, son los modelos climáticos, las visualizaciones de datos y las simulaciones de fenómenos meteorológicos los que median nuestro entendimiento para asociar estos eventos locales con fenómenos a escala planetaria. El argumento de Morton sugiere que el hecho extraño de vivir en nuestra contemporaneidad tecnocientífica nos hace reconocer que estamos cada vez más envueltos en nuestra experiencia. Además, el intersticio entre las descripciones científicas y la percepción supone una división entre la mensurabilidad del mundo fenoménico y una inconmensurabilidad de las dinámicas antropocéntricas.

Por esto, nunca podremos saber realmente acerca de los procesos que ocurren a escala planetaria debido a la cantidad cada vez mayor de conocimiento científico (Morton, 2018) , lo que hace que seamos, como plantea la antropóloga Deborah Bird Rose (2013), “superados por procesos que están deshaciendo el mundo que cualquiera de nosotros conoció” (p. 208). En la condición en la que nos encontramos, el Antropoceno es principalmente un “fenómeno sensorial” de vivir en un mundo cada vez más tóxico (Davis & Turpin, 2014). Mientras nuestros sistemas perceptivos se remodelan a un ritmo que apenas puede seguir la velocidad de un mundo en inquebrantable cambio, ¿cómo articulamos las complejidades del extrañamente familiar —o familiarmente extraño— Antropoceno?

A lo largo de la historia del arte, las disciplinas científicas han funcionado tanto como fuente de inspiración como instrumento de crítica a la era tecnocientífica. En los últimos años hemos sido testigos de un interés cada vez mayor por las áreas híbridas creadas entre disciplinas. Los artistas se desplazan de sus estudios a laboratorios, de concurridos espacios urbanos a paisajes naturales remotos, e incorporan métodos, instrumentos y conceptos científicos como nuevos medios, pero también estableciendo líneas de investigación propias, comprometiéndose de manera crítica con las estructuras de poder que gobiernan la producción de conocimiento. Estas prácticas contemporáneas, a las que me referiré como “arte-ciencia”[6], sin entrar en discusión en la diversa terminología de este espacio, comprenden las prácticas compartidas y los resultados borrosos que cuestionan fronteras o definiciones de esas dos comunidades (Rogers & Halpern, 2021). Esos márgenes borrosos son lo que Mark Fisher (2016) describiría como lo raro, lo que está constituido por la presencia de “aquello que no pertenece” (p. 10) porque tiene que ver con la “fascinación por el exterior, por lo que se encuentra más allá de la percepción, la cognición y la experiencia estándar” (p. 8). Esta atracción hacia fenómenos complejos y la comprensión de cómo funciona la naturaleza las han compartido las disciplinas artísticas y científicas. Pero las prácticas “arte-ciencia” se expanden dentro y fuera de esas fronteras difusas, que parece que no corresponden.

En los estudios de ciencia y tecnología (STS), así como en la historia del arte, la estética y la filosofía, se han investigado y analizado desde sus diferentes ámbitos los proyectos que se acogen a esa etiqueta, contribuyendo con recursos críticos sobre las confluencias entre el arte, la ciencia y el público. Sin embargo, solo hasta 2021 las autoras Hannah Star Rogers y Megan K. Halpern proponen los estudios de arte, ciencia y tecnología (ASTS) como un nuevo marco de estudio, revisionando la bibliografía existente y proponiendo marcos teóricos y organizativos para pensar sobre arte-ciencia, aunque todavía es un campo muy incipiente. Siguiendo la descripción de Fisher, uno podría describir la naturaleza de estos espacios híbridos como extraña, pues como tal no pertenecen, creando escenarios para el intercambio de conocimiento entre disciplinas, proporcionando no únicamente experiencias estéticas, sino también experiencias sensoriales, que están evolucionando hacia el surgimiento de nuevas epistemologías.

Fotografía: Rafa Yuste

Para abordar los entrelazamientos planetarios, así como la dicotomía entre la mensurabilidad del mundo fenoménico y una inconmensurabilidad de las dinámicas antropocéntricas, uno podría preguntarse dónde se encuentran estas prácticas. Morton (2021) sostiene que “el arte ayuda a dar sentido a extraños bucles ecológicos” (p. 73). Siguiendo este argumento, uno podría extenderlo a las prácticas de arte-ciencia, orientadas hacia lo híbrido, compartiendo su naturaleza, y preguntarse lo siguiente: ¿qué mejores lentes para observar las tecnonaturalezas desordenadamente enredadas del Antropoceno?

La práctica e investigación de los artistas suizos Christina Hemauer y Roman Keller, centrada desde 2003 en un compromiso ecológico a través de películas, instalaciones, publicaciones y performances, da un giro para enfocarse en una sola cuestión, inspirada por el físico y alpinista suizo Horace-Bénédict de Saussure. En 1787, con la ayuda de tres guías para transportar todos sus instrumentos, el científico alcanzó la cima del Mont Blanc, la montaña más alta de los Alpes (4.810 metros de altura), con un claro objetivo: demostrar que el azul del cielo cambia con la altura. Para ello, llevó consigo trozos de papel tintados con diferentes gradaciones de este color para compararlas por medio de la observación, con los tonos que se encontraba a medida que ascendía. “Ce phénomène m’avoit souvent frappé” (este fenómeno me había llamado a menudo la atención), declaró sobre la curiosidad que lo llevó a estudiar este hecho.

En los años siguientes, Saussure convirtió su idea en el cianómetro, un instrumento con forma de círculo que incluye una escala de 53 muestras de distintos tonos de azul que comienza en el blanco y termina en el negro. Con esta herramienta, observó y documentó 39 gamas, y registró cómo el azul del cielo cambiaba con la elevación. Aunque posteriormente se demostró que su origen se debía a la dispersión de Rayleigh de la luz solar en la atmósfera, Saussure se adelantó al decir que sí existía relación entre la intensidad del color y la cantidad de vapor de agua de la atmósfera; sin embargo, el cianómetro cayó en desuso con el argumento de que no aportaba datos suficientemente científicos.

Fascinados por la curiosidad de Saussure de medir el mundo que lo rodeaba, el dúo artístico se preguntó si las actividades humanas, ciertamente responsables de los procesos causantes de la crisis climática, influyen en el azul del cielo. Debido al calentamiento global, es probable que el hemisferio norte experimente una reducción en la cantidad de nubes y una reducción en la humedad relativa de la atmósfera. Además, se espera que el efecto del llamado oscurecimiento global —la reducción gradual de la luz solar que alcanza la superficie terrestre provocada por el incremento de partículas en la atmósfera desde la década de los cincuenta— disminuya si se produce la imprescindible reducción de emisiones. Esto ya sucedió en Europa Occidental y América del Norte con la introducción de convertidores catalíticos a mediados de los años ochenta, lo que redujo significativamente las emisiones de azufre y carbono negro y aumentó la radiación solar superficial (Wild, 2012). La combinación de estos efectos podría conducir a un cielo más azul en el futuro.

Por otro lado, la geoingeniería solar lleva años proponiendo la inyección planificada de aerosoles en la estratosfera para reducir el incremento de la temperatura, siguiendo el principio del oscurecimiento global, con el objetivo de reducir rápidamente la temperatura del planeta. La intervención humana en el desvío de la dispersión de los rayos solares podría convertir el cielo en blanco (Morello, 2012).

Para sorpresa de Hemauer y Keller, a pesar de todas las evidencias de vivir bajo un firmamento antropocéntrico, los pronósticos del cambio en su color no se documentan ni se investigan. En conversaciones con el climatólogo Reto Knutti, el científico afirmó que no tiene valor científico relevante. Esta contradicción provocó a los artistas, lo que los condujo a entrar en las borrosas fronteras de las prácticas de arte- ciencia con el objetivo de estudiar los cambios en el azul del cielo causados por la crisis climática global y las luchas geopolíticas durante los próximos treinta años.

Fotografía: Rafa Yuste

En 2015, impulsados por las pocas copias restantes apenas conservadas, Hemauer y Keller reprodujeron el cianómetro en Respecto al azul del cielo. Siguiendo las instrucciones de Saussure de finales del siglo XVIII, adoptaron la serie de diluciones precisa con mezclas de pigmentos azul prusia y negro marfil, empleando un instrumento de espectrofotometría para alcanzar la tonalidad exacta. En un contexto científico, podría argumentarse como un experimento histórico; sin embargo, despojado de su instrumentalización, se podría entender como una herramienta potencial para tomar conciencia de las condiciones de percepción del medio ambiente y la mejora de la propia percepción ambiental. Mediante la estrategia del re-enactment, la repetición y la reapropiación de cosas ya existentes, tan usadas a lo largo de la historia del arte, crean la experiencia sensorial de utilizar nuevamente este instrumento para redirigir nuestra mirada al cielo.

En la instalación multimedia Viajes atmosféricos (2016) presentaron una hipnótica proyección de gradaciones de azul, junto con una cabina de DJ con dos turntables. Las imágenes las captó un globo solar equipado con una cámara que desarrollaron los artistas, conmovidos por la posibilidad de visitar el lugar donde se origina el azul del cielo, en la baja estratosfera, a una altura de 17 km. Mirando desde esa altura, donde el 90 % de la atmósfera permanece debajo, el cielo que se observa es negro, y se forma la delgada envoltura azul que rodea la Tierra. El desarrollo tecnológico del globo y sus múltiples vuelos a la estratosfera muestran la inventiva y la capacidad técnica de los artistas, que podría considerarse material suficiente para exponer, pero Hemauer y Keller convierten matemáticamente el material visual en valores tonales, creando un sonido “celestial”, reproducido en el espacio expositivo. A través de un micrófono, los sonidos generados en la instalación se transducen a su vez para formar parte del paisaje visual de tonos azules. Aunque no hay un DJ presente, el climatólogo Atsumu Ohmura, quien descubrió e investigó la teoría del oscurecimiento global, aparece remezclado en el soundscape explicando nuestra influencia y responsabilidad sobre el firmamento.

En su último trabajo, Observando los cielos humanos (2021), Hemauer y Keller presentan el primer prototipo de una cámara equipada con dos lentes de 180° que registra las variaciones en el color del cielo, captando dos fotografías por minuto. Los artistas han desarrollado un mecanismo para que la cámara se autolimpie, frente a los instrumentos de medición científicos que, por lo general, hay que calibrar y limpiar regularmente. La primera muestra de datos se realizó durante cien días en el Museo de Arte Contemporáneo de Belgrado, con el prototipo colocado en su azotea. Cada día, las imágenes obtenidas se convertían durante la noche en una película de varios minutos y se proyectaban al día siguiente como parte de una instalación en el espacio expositivo, junto al resto del material producido en los días previos, junto con una entrevista al climatólogo serbio Vladimir Đurđević.

Las mediciones se toman deliberadamente desde un museo, por lo que la observación de los colores se convierte en parte de su colección y en una especie de registro histórico de las fluctuaciones. Los datos obtenidos durante cien días no se consideran base suficiente para analizarlo estadísticamente y extraer conclusiones. No obstante, los artistas tienen la intención de seguir estudiando este fenómeno durante los próximos treinta años, con el objetivo de obtener datos suficientes para que su investigación sobre el cambio del color del cielo se pueda analizar estadísticamente y relacionar con las acciones humanas.

Mieke Bal (1999) ha descrito cómo “el arte piensa” (p. 117). En su práctica híbrida, Hemauer y Keller conducen una investigación original sobre una pregunta específica: dónde la comunidad científica no ha mostrado interés, ensamblando materiales, conocimiento tácito y juicios estéticos en montajes experimentales. Su trabajo se puede entender como investigación, ya que
su objetivo es ampliar nuestro conocimiento en obras de arte; utilizan métodos experimentales para hacer el conocimiento tácito, y su proceso de investigación y sus resultados se documentan y presentan al público (Borgdorr, 2012, p. 53).

De este modo, las prácticas “arte-ciencia” pueden entenderse como prácticas de producción de conocimiento que surgen de procesos de investigación. Estos conocimientos, aunque pueden describirse en publicaciones, o debatirse con curadores y visitantes, no son necesariamente explícitos. Al entender las obras de arte no como ilustraciones sino más bien como objetos teóricos (Bal, 1999), este conocimiento está implícitamente incorporado en ellas; tal como lo describe el historiador de arte Gottfried Boehm (1993), está “hundido” (eingesenkt) en los materiales, desplegando reflexiones en forma particular acerca del mundo (Bal, 1999).

Por medio de la experiencia de volver a usar un cianómetro, Hemauer y Keller redirigen nuestra mirada hacia el cielo para hacernos visibles la gama de azules, y a través de su persuasión visual (Burri, 2012), es una herramienta potencial para mejorar la propia percepción ambiental. Viajes atmosféricos genera una experiencia corporal e in situ percibida con múltiples sentidos, lo cual implica un ejercicio más allá de la lectura de datos o visionado de modelos climáticos. Según el autor Julian Klein (2017), esta “experiencia estética sensorial”, es un modo específico de percepción que nos envuelve en una interpretación implícita o explícita de la obra, tal vez ofreciéndonos una nueva perspectiva sobre nuestro firmamento.

La obra Observando los cielos humanos puede entenderse como un “experimento performativo”, un concepto acuñado por la filósofa Dehlia Hannah (2021) para describir ciertos trabajos característicos de las prácticas de “arte-ciencia”. El primer prototipo de su cámara all-sky promulga y cuestiona a la vez la lógica de la experimentación científica, explorando la materialidad del experimento y comprometiéndose de manera crítica con el rol de los aparatos de medición en la creación de conocimiento. Además, proporciona una forma física a una idea que aún no se ha formado completamente en el pensamiento: la observación del color del cielo durante treinta años.

Lo raro abre la posibilidad —aunque no la necesidad— de la esperanza. La naturaleza ya es intrínsecamente rara, pero en la situación de crisis climática nuevos raros florecen, y demandan nuevas maneras de investigación y creación de conocimiento. Las prácticas arte- ciencia, que no pertenecen ni están sujetas a las fronteras de la ciencia climática, permiten abordar las dimensiones sensoriales en el Antropoceno y desafiar las rígidas estructuras de la producción de conocimiento. Necesitamos espacios híbridos, que jueguen, estudien y desafíen la propia naturaleza, y que nos permitan acercarnos a la extraña condición antropocéntrica y navegar en ella.

 

Referencias / References

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Borgdorff, H. (2012 [2006]). The Debate on Research in the Arts. In The Conflict of the Faculties: Perspectives on Artistic Research and Academia. Leiden: Leiden University Press.

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Fisher, M. (2016). The Weird and the Eerie. Repeater Books.

Klein, J. (2017). What Is Artistic Research? Journal for Artistic Research. https://www.jar-online. net/en/what-artistic-research.

Morello, L. (2012). Geoengineering Could Turn Skies White. ScientificAmerican. https://www. scientificamerican.com/article/geoengineering-could-turn-skies-white/.

Morton, T. (2021). All Art is Ecological. Penguin Books.

Morton, T. (2013). Hyperobjects: Philosophy and Ecology after the End of the World. University of Minnesota Press.

Star Rogers, H. , & Halpern, K. M. (2021). The Past, Present, and Future of Art, Science, and Technology Studies. Routledge Handbook of Art, Science, and Technology Studies. Routledge.

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Wild, M. (2012). Enlightening Global Dimming and Brightening. Bulletin of the American Meteorological Society, 93(1), 27-37. https://doi.org/10.1175/bams-d-11-00074.1.