EL TIEMPO DE LOS ACONTECIMIENTOS

Roberto Palomino Arias

EN

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En un mundo donde el tiempo no se puede medir, no hay relojes, ni calendarios, ni citas definidas. Son los acontecimientos los que desencadenan otros acontecimientos, no la hora. Se empieza a edificar la casa cuando la piedra y la madera llegan al lugar de la construcción. La cantera de piedras entrega la piedra cuando el cantero necesita dinero… Los trenes salen de la estación… cuando los vagones se llenan de pasajeros… Hace mucho, antes del Gran Reloj, los cambios en los cuerpos celestes medían el tiempo: el lento paso de las estrellas a través del cielo nocturno, el arco del Sol y la variación de la luz, la Luna creciente y menguante, las mareas, las estaciones. El tiempo se medía también en latidos del corazón, los ritmos de la somnolencia y el sueño, la recurrencia del hambre, los ciclos menstruales de las mujeres y la duración de la soledad. 

- Alan Lightman, Los sueños de Einstein[1]



El movimiento suele comenzar atendiendo a un llamado al encuentro con lo otro, lo desconocido, con aquello no domesticado por la civilización, con aquello que no tiene aún un nicho en las rígidas y estrechas estructuras de sentido que dan forma a mi experiencia. Y coexisten en mí la fascinación por ese encuentro con la vida desnuda y el horror ante el riesgo de aniquilación que supone este encuentro. 

Es un movimiento a la vez interior y exterior, si es que tal división tiene algún sentido. He buscado en distintos lugares el encuentro con los animales del bosque y en ese camino he experimentado muchas veces el miedo a ser su presa. He viajado a lugares remotos donde todavía viven algunos de los pocos descendientes de las grandes manadas que siglos atrás poblaban la Tierra. He buscado en lugares con poca presencia humana el encuentro con osos, pumas, venados, huemules, lobos, zorros y tiburones. He caminado por parajes solitarios en las montañas siguiendo las huellas de un oso con la dicha y la fascinación de un niño que sólo lo conoce como su compañero de peluche y por historias e ilustraciones en cuentos infantiles. He pasado, asimismo, noches enteras en guardia en la tienda de campaña, alerta y aterrorizado como un niño, anticipando el ataque inminente y mortal del úrsido.   

Esta mezcla de fascinación y miedo a la aniquilación a manos de un depredador o bajo la fuerza de los elementos tiene un correlato en el mundo interior. Tal vez lo que más aterra es ese movimiento hacia lo desconocido, lo no domado de mi universo interior que orgánicamente aflora cuando me distancio por un tiempo de las ciudades y del universo construido por los seres humanos, y me expongo al tejido de la vida y a la fuerza de los elementos. Esa búsqueda del animal salvaje afuera es tal vez una forma de búsqueda del animal salvaje dentro, de aquella parte no domesticada que me lleva al bosque desde un llamado visceral y me expone ahí a miedos, propios y heredados, a la pequeñez de mis certezas y de mis explicaciones. Hay también aquí una muerte, y hay una parte de mí que la desea y otra que la aborrece.

En el umbral del bosque suele haber un sonido que todo lo envuelve, es un diálogo interior que configura innumerables e inimaginables rostros del miedo. Esta voz es el primer obstáculo para el encuentro. Genera una cortina sonora que opaca los sonidos del bosque. Esa voz emana de un lugar interior que se ha configurado como un territorio cerrado, una esfera trascendente en la que habita un espectador-narrador que experimenta la vida como un espectáculo que ocurre en otra esfera, que es de una naturaleza distinta de la de ese espectador-narrador. Esa distancia insalvable (e imaginaria) es el principal obstáculo en el camino al encuentro. Al atravesar el umbral y emprender el camino, empieza un proceso lento de erosión de los lindes de ese territorio interior. 

Caminar durante algunas horas en territorio desconocido tiene el efecto de ir silenciando gradualmente las voces interiores. El protagonismo de la mente discursiva y la sobreidentificación con rasgos egoicos (que es característica de nuestra forma de sobrevivir en la ciudad y de vivir en comunidad) van cediendo espacio paulatinamente a una experiencia más amplia. Ese lugar del observador trascendente y soberano pasa a ser un aspecto minúsculo de un campo de experiencia mucho más complejo y rico al que vamos accediendo gradualmente en el proceso de incorporarnos (encarnarnos, reconocernos como cuerpo), gracias al agotamiento y a la exposición a los elementos. Poco a poco va aflorando el silencio, contenedor original de toda voz, de todo sonido. El silencio interior va dando lugar a la escucha. La identidad (identificación) cede, se desvanece poco a poco. La separación entre alguien que escucha y lo escuchado desaparece. No somos alguien escuchando algo, somos el sonido y el silencio que lo contiene. El territorio del espectador trascendente va cediendo ante la experiencia de la inmanencia. Y es aquí donde se abre la posibilidad del encuentro. 

Es como si el encuentro se produjera a través del desmoronamiento del muro interior que sustenta la ilusión de la distancia infranqueable que hay entre el observador y la naturaleza, como si el descanso de la mente discursiva permitiera acceder a un campo de experiencia en el que la separación se reconoce como una ilusión. Sujeto y objeto no son más que aspectos de la vida misma que en las condiciones del bosque se hace patente en mí como cuerpo, como consciencia, como totalidad. Es una pequeña muerte del ego que hace posible reconocer que somos manifestaciones de esa misma vida que se manifiesta a su vez como oso, venado, serpiente, árbol, puma y humano. El encuentro se vuelve una suerte de comunión con las otras formas de vida, gracias al contacto con la vida en mí y la muerte de una vieja identidad. 

Sobre el asfalto encontré otro tipo de muerte. En las cunetas y sobre las carreteras próximas a los bosques tuve la oportunidad de ver más mamíferos que en los senderos. Estos seres estaban muertos de una muerte distinta. Su muerte era fruto de la separación abierta en el corazón del bosque en forma de línea recta y en asfalto. La carretera atraviesa el bosque y separa el tejido orgánico que lo configura. Esta disrupción no es trivial. Es una cicatriz. En la franja de asfalto y los bordes de la floresta rigen unas condiciones distintas a las del resto del bosque. Hay un régimen de luz diferente, la atmósfera sonora se modifica en parte por la acústica del espacio abierto y en parte por la aparición de los vehículos; la carretera genera una interrupción. 

Las carreteras tienen múltiples efectos sobre los ecosistemas como la fragmentación de hábitats, la degradación de nichos y las emisiones de los vehículos. Las carreteras desempeñan un papel importante en la contaminación de los cuerpos hídricos, ya que el agua lluvia suele arrastrar gasolina, aceite de motor, metales pesados, níquel, cobre, zinc, cadmio y plomo[2]. Estos contaminantes tienen un efecto indirecto en toda la cadena trófica debido a la bioacumulación[3] de éstos en los consumidores primarios. Sus efectos sobre la fauna silvestre son muy diversos. Las carreteras se convierten en barreras o filtros para el movimiento de los animales. Restringen el acceso a los lugares en los que se consiguen recursos en temporadas específicas. Las carreteras dividen las poblaciones de animales en subgrupos más pequeños, que sufren así una reducción en su diversidad genética y una mayor tendencia a la endogamia.  

En el cruce de la carretera con el bosque se encuentran espacios regidos por ritmos muy distintos. Las carreteras son fruto de una cultura que les rinde culto a la velocidad, a la aceleración del ritmo de vida humano y que carece, cada vez más, de tiempo para la vida. Esta franja de asfalto introduce un régimen de tiempo ajeno al entorno en el que se inscribe. El asfalto en su materialidad introduce los prolongados tiempos de degradación de sus materiales sintéticos. Es un primer desencuentro con el tiempo del bosque. Cada vehículo que transita por la carretera encarna, a su vez, un recordatorio de la vertiginosa aceleración de la velocidad que rige esa franja conquistada por la civilización. Los seres del bosque viven en un ritmo acompasado a sus ciclos biológicos, circadianos, los ciclos del día y de las temporadas. Cada atropellamiento es signo del desencuentro entre el ritmo de nuestra sociedad y el del bosque. 

Siempre me alarmó la cantidad de animales muertos que vi en la carretera. Un estudio del Centro Brasileiro de Estudos em Ecologia de Estradas de 2015 estima que 1.3 millones de animales mueren atropellados cada día en Brasil[4]. En el año 2013, según las estadísticas de las aseguradoras en Estados Unidos, se reportaron dos millones de atropellamientos anuales[5]. En ese mismo año, mientras contemplábamos con Suanúa, mi compañera, el cuerpo de un lobo en el asfalto, se nos ocurrió la idea de crear un atlas de fauna salvaje atropellada.

Yo llevaba varios años haciendo registros de animales muertos en distintos contextos. El primero fue en el anfiteatro de la Facultad de Medicina Veterinaria de la Universidad Nacional de Colombia. Ahí me llamaban la atención la frialdad del gesto de diseccionar caballos y vacas, y el papel que cumple la objetivación del animal en el proceso de entrenamiento de los estudiantes de veterinaria. La fragmentación del cuerpo, la memorización del nombre y la función de cada estructura anatómica del animal parecían sustituir el dato bruto de su presencia como ser vivo. La interrupción del proceso natural de descomposición del cuerpo impregnado en formol, lo inscribe en un tiempo suspendido, extraño a la historia vital de ese cuerpo. El caballo disecado no nos recuerda al caballo vivo. Parece más un artefacto, ajeno a la vida y a la muerte. 

En la carretera, en cambio, esos bellos cuerpos tendidos sobre el asfalto recién morían. Al verlos, era claro que partes de la vida orgánica que coexiste en sus cuerpos como hábitat aún vivía. Yo encuentro en sus movimientos suspendidos en dramáticos gestos un claro recordatorio de la vida que acababa de extinguirse en ellos y de su intento por preservarla. Cada uno de estos seres es un recordatorio de la fragilidad de la vida, de la cercanía entre la vida y la muerte, de lo irreparable de cada una de estas muertes. También me recuerda la violencia implícita en nuestra forma de inscribirnos en la naturaleza y el efecto que tiene nuestro culto a la velocidad en la manera en que nos aproximamos y consideramos al otro. 

 
 
 
 
 

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La relación de los humanos con los lugares apareció como espacio de trabajo y experimentación en 2013 en Davis (California). Allí participé en una práctica como investigación con la dirección de Diedre Morris, en la que un grupo de personas creamos el performance Death Star Migration. Durante cinco semanas reflexionamos con el cuerpo acerca del efecto que tenían los cercados y las carreteras en la migración del berrendo (Antilocapra americana). Esta especie es la última sobreviviente de la familia de los Antilocapridae, pariente cercana de las jirafas y los okapi, con quienes comparte su apariencia extraña. El berrendo es endémico del oeste de Norteamérica. Como los bisontes, fue brutalmente cazado durante la llamada conquista del oeste. De los 35 millones que se calcula que existieron en 1800, hoy apenas quedan cerca de 700.000. 

Sobre la matanza de los berrendos no hay casi documentación, aunque sí existen estudios sobre las prácticas de cacería comunitaria que tuvieron lugar en la región desde hace aproximadamente 4500 años[6]. En el siglo XIX sufrieron un destino paralelo al de los bisontes, cazados implacablemente por los colonizadores del oeste de Norteamérica como parte de una campaña de sometimiento y reubicación de las comunidades nativas que habitaban en ese territorio. El bisonte era una fuente fundamental de alimento y materia prima para estas comunidades. Se atribuye al general Sheridan la idea de crear medallas con la imagen de un búfalo muerto por una cara, y por la otra, la de un indígena desmoralizado, para otorgársela a los cazadores. “Déjenlos matar, desollar, vender hasta que el búfalo sea exterminado. Es la única forma de traer una paz perdurable y de permitir que la civilización avance”[7]. Los cazadores disparaban a los bisontes desde las ventanas de los trenes andando. “Los registros muestran 120 búfalos cazados en 40 minutos y 2000 en un mes. El cazador promedio mataba cien por día. Cien mil búfalos fuero matados cada año hasta que quedaron al filo de la extinción”[8]. Eran desollados y los cuerpos abandonados para que se pudrieran. Posteriormente se recogían los huesos, que se utilizaban para la producción de fertilizantes. Pieles y huesos viajaban a la Costa Este en los vagones del tren. “Donde había miríadas de búfalos el año anterior, había ahora miríadas de cadáveres. El aire estaba viciado con un olor nauseabundo y la vasta llanura, que doce meses atrás abundaba en vida silvestre, era ahora un desierto muerto, solitario y pútrido”[9].  Un juez describió la escena: “el campo aquí parecía un osario, con tantos cráneos observándote y tantos huesos esparcidos, que los visitantes se sentían nerviosos y, en algunos casos, difícilmente podían arar la tierra” (Isenberg, 2000, p. 159). 

Los bisontes fueron casi exterminados de las llanuras en un periodo de quince años y las comunidades indígenas, disminuidas y reubicadas en reservas. La matanza de bisontes fue posible gracias a la confluencia de políticas gubernamentales y de varias tecnologías características de la modernidad: las armas de repetición, el ferrocarril y el alambre de púas. Estas tres tecnologías protagonizarán varios episodios en los que el espíritu civilizador de la modernidad dará rienda suelta a su faceta más destructiva. Cada una de ellas, a su manera, encarna el impulso hacia la aceleración del ritmo de vida característico de la modernidad. 

De estas tecnologías, tal vez sea el alambre de púas la que menos atención ha recibido[10]. Silencioso y estéticamente elocuente, fue inventado y patentado por Joseph Glidden en 1874 en un pueblo de Illinois cercano al escenario de la matanza de bisontes y berrendos. Su propósito inicial era servir como elemento disuasorio para el paso de animales de un lugar a otro[11]. Desde entonces ha venido conquistando el territorio hasta hacerse casi omnipresente en nuestro tiempo. Su poder radica en la capacidad que tiene de determinar nuestros movimientos desde su invisibilidad. Como las vacas, estamos condicionados por su presencia sin siquiera percatarnos de ella. Ha estado presente siempre que nos resultó importante separar a los hombres. Estuvo en Treblinka, en los gulags, en los campos de concentración de secuestrados en la selva, y salvaguarda fronteras locales y nacionales.

El alambre de púas fue tal vez la tecnología que produjo la más profunda transformación de las llanuras norteamericanas y de la forma de vida de buena parte de las especies que las habitaban, incluidos los humanos. Desde su comercialización masiva, el ritmo de la migración y establecimiento en las llanuras se aceleró. La creación de granjas de sustento y producción en esta región aumentó considerablemente, puesto que ahora podían ser protegidas frente a las estampidas de manadas de animales que durante milenios migraron y pacieron a lo largo de ese territorio abierto. También generó cambios en las dinámicas del uso de la tierra y conflictos con quienes practicaban la ganadería de pastoreo libre y repentinamente vieron fragmentados los territorios de alimentación de su ganado. Los vaqueros empezaron a cortar los alambres que encontraban a su paso. Los granjeros acudieron a las nacientes instituciones que generaron leyes y castigos para quienes persistieran en esa práctica. 

En enero de 1885, una helada mortal se extendió por las grandes llanuras. El ganado empezó a moverse hacia el sur empujado por el hielo, la nieve y los fuertes vientos. Su migración encontró un obstáculo insorteable en las ya establecidas cercas que les impidieron seguir su camino. Las vacas empezaron a amontonarse en grandes cantidades contra el alambre de púas para protegerse del frio. Miles no lograron soportar las heladas temperaturas y murieron congeladas. Esta tragedia se repitió al año siguiente[12]. 

Esta fragmentación del territorio es otro ejemplo de cómo el proceso civilizatorio de la modernidad se inserta de manera violenta en territorios de conquista habitados originalmente por otros pueblos, modificando las dinámicas que previamente sustentaban la vida. El berrendo ha sufrido las consecuencias de esta reconfiguración de su territorio ancestral. Sigue siendo una especie en peligro de extinción[13]. Su principal amenaza son las cercas y las autopistas, que han generado obstáculos insalvables en sus rutas tradicionales de migración. El 11 de marzo de 2019, el Departamento de Parques y Fauna Salvaje de Colorado reportó la muerte de 47 berrendos (muchos de ellos gestando a sus crías), atropellados por un solo vehículo[14]. 

El trabajo con el grupo Death Star Migration comenzó como una invitación a explorar la manera en que los humanos nos relacionamos con los lugares. ¿Desde qué posición nos relacionamos con los sitios que visitamos y en los que nos establecemos? ¿Qué tipo de relaciones jerárquicas se establecen entre el humano y el lugar? ¿Cómo se pertenece a un sitio? ¿Cuál es nuestra perspectiva física sobre el paisaje? ¿Cómo determina nuestra configuración, nuestra altura, nuestro punto de vista, la relación que establecemos con los lugares? 

El trabajo giraba también en torno a los berrendos, la configuración de su cuerpo, su capacidad de correr durante largos periodos y ser el mamífero más veloz del continente americano. También la pregunta por el tipo de relación que entabla ese animal con los lugares y el espacio en sus prologadas migraciones y la forma en que experimenta la creciente fragmentación de su espacio vital. 

Con estos insumos de partida empezamos una investigación que dejó a un lado la comunicación lingüística sobre el problema y se centró rápidamente en una exploración a través del movimiento y de las posibilidades del cuerpo. Poco a poco, a lo largo de esas semanas, fueron aflorando otras formas de relación con el espacio. Fuimos cuadrúpedos, exploramos con prótesis que extendían la longitud de nuestras piernas y de los brazos. Las amplificadas dimensiones de nuestro cuerpo desplazaron nuestros centros de gravedad. Desde esta nueva configuración habitábamos el espacio de otra manera. Nuestra perspectiva sobre los lugares y sobre los paisajes era nueva. Y esta experiencia de extrañamiento de la propia perspectiva permitía reconocer por contraste la forma habitual de relacionarnos con el espacio. En el juego exploratorio de encarnar a otro ser desde esta nueva configuración del cuerpo, se erosionaban nuevamente las estructuras de la identidad, abriendo espacio a la posibilidad de reconocer otras formas de estar en el mundo. No sólo es un juego de reflejos en el que al posicionarme como un otro logro ver al mí mismo con sus atavismos, sino que al ser otro reconozco la posibilidad de ese otro. Sin llegar a ser un berrendo, esta experiencia incorporada me informa, por una vía distinta de la del lenguaje, sobre la posibilidad de su existencia como algo más acá del espejismo al que puedo acceder con los sentidos. Y es un tipo de experiencia que siembra una semilla de maduración lenta y subterránea. Hay una dimensión geológica, telúrica, en esta forma de aprendizaje. Es un dato inmediato somático que requiere una digestión lenta, que opera cambios que van madurando en el subsuelo a un ritmo lento. 

La migración comenzó en el crepúsculo. Recorrimos como manada ese territorio fragmentado, irreconocible ante las miradas atemorizadas de los transeúntes.

 
 
 
 
 
 
 
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3

El proyecto de un atlas de fauna silvestre atropellada pretende ser, a la vez, un esfuerzo por celebrar la diversidad de formas de vida que habitan este planeta y una reflexión sobre la velocidad y los ritmos disonantes que trágicamente convergen: el de la sociedad industrial y el de la vida en sus diversas manifestaciones. Los tiempos del sistema industrial chocan brutalmente con los tiempos de la biósfera. 

Jorge Reichmann presenta como prueba de esto el que “hicieron falta trescientos millones de años para captar el carbono atmosférico que quedó depositado en los combustibles fósiles como el carbón, el petróleo o el gas natural, mientras que las sociedades industriales apenas están empleando trescientos años para devolverlo a la atmósfera, quemando los combustibles fósiles para obtener energía”[15]. Otra faceta de este choque es el encuentro de la fauna silvestre con los vehículos en las carreteras. 

Byung-Chul Han denomina a nuestra sociedad la sociedad del rendimiento o del cansancio. Claudio Naranjo define en un ensayo a nuestra civilización como hubris (palabra griega que generalmente se traduce como “arrogancia” o “desmesura”) (La civilización como “hubris”, p. 82). Sostiene que nuestra cultura está fijada colectivamente en algo parecido a una actitud adolescente de conquista y engrandecimiento. Esta expresión colectiva de hubris nos ha llevado a sentirnos dueños del planeta. “¡Cuán trágica, sin embargo, es la expresión colectiva de hubris!”.  Ese atropellamiento orgulloso y triunfal de la naturaleza que define en buena medida a la cultura que reproducimos. El atlas pretende también evidenciar una forma de esta violencia enmascarada tras el discurso del progreso, del crecimiento y de la eficiencia. 

Hay un aspecto muy destructivo en nuestra manera de considerar la vida: la propia y el fenómeno mismo de la vida. El trabajo con el cuerpo en las experiencias de reflexión incorporada o de contacto prolongado con entornos no intervenidos por el hombre, ha servido como antídoto en mí a esa violencia intrínseca de la civilización a la que pertenezco. Considero que dicho trabajo puede ser una herramienta valiosa para abordar el trabajo pedagógico con las comunidades y los actores que cumplen un papel en el problema de los atropellamientos. 

Al abordar esta problemática, es fundamental abrir la discusión acerca de cómo entendemos en nuestra cultura los conceptos de progreso, desarrollo y bienestar. Estos conceptos suelen orientar nuestros proyectos comunitarios. Nuestra forma de interpretarlos parece legitimar la instrumentalización de otras formas de vida que coexisten en el planeta. Abrir esta discusión permitiría matizar y atenuar nuestra adhesión irrestricta a nociones de progreso o desarrollo que no tienen en consideración el impacto sobre otras formas de vida y cuestionar el sentido de la creciente aceleración del ritmo de vida que caracteriza nuestra cultura.  

Desde hace algunos años se ha venido articulando un área de trabajo llamada ecología de caminos, dedicada a estudiar el impacto y las interacciones entre este tipo de infraestructuras y los ecosistemas que atraviesan[16]. 

En el caso colombiano, se ha encontrado que entre los factores que explican la ocurrencia de los atropellamientos de fauna se incluyen la proximidad de las carreteras a los ríos y la vegetación herbácea y los bosques, así como el número de carriles con que cuentan las carreteras[17]. También se han identificado como factores determinantes la falta de señalización para la protección de la fauna silvestre y el flujo vehicular[18]. Las carreteras colombianas están en medio de paisajes vitales para los movimientos y migraciones de los animales salvajes. Muchos de los atropellamientos ocurren en la circulación entre zonas boscosas separadas por carreteras y zonas deforestadas, y las áreas en que las carreteras separan los bosques de los ríos y humedales[19]. Entre las especies con más víctimas se encuentran el oso melero, el oso hormiguero, el oso palmero, la zarigüeya, el zorro perro, la ardilla, el mapache, el búho y la lechuza, la serpiente y el lagarto[20]. 

En lo referido al diseño de infraestructura, es importante que los ingenieros sostengan y profundicen el trabajo mancomunado con biólogos, ecólogos y especialistas en ingeniería ambiental y ecología de caminos. La ingeniería en Colombia debe nutrirse de las experiencias exitosas de mitigación de daño que han tenido lugar en otros países, como la construcción de pasos sumergidos y corredores ecológicos. Tomar también medidas de mitigación en zonas en las que se ha identificado una mayor vulnerabilidad de los animales y mejorar la señalización vial relacionada con la presencia de fauna silvestre en sectores de las carreteras. 

En lo referido al diseño de infraestructura, es importante que los ingenieros sostengan y profundicen el trabajo mancomunado con biólogos, ecólogos y especialistas en ingeniería ambiental y ecología de caminos. La ingeniería en Colombia debe nutrirse de las experiencias exitosas de mitigación de daño que han tenido lugar en otros países, como la construcción de pasos sumergidos y corredores ecológicos. Tomar también medidas de mitigación en zonas en las que se ha identificado una mayor vulnerabilidad de los animales y mejorar la señalización vial relacionada con la presencia de fauna silvestre en sectores de las carreteras. 

Otro aspecto del trabajo requiere la participación activa de las comunidades en procesos de deliberación y socialización de la situación de los animales. A partir de un trabajo de sensibilización con el problema (que ojalá pueda llegar a plantear el problema de fondo acerca de los conceptos de progreso, desarrollo y bienestar), promover una cultura del cuidado activo de la fauna silvestre y de autorregulación en el manejo de la velocidad en las carreteras. 

 
 
 
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Los habitantes originales de las llanuras norteamericanas fueron diezmados y confinados en reservas con el fin de conquistar sus territorios y permitir el avance de la civilización. Una historia semejante ocurrió  en la Patagonia en la campaña del desierto. En las llanuras orientales colombianas se practicaba la cacería indiscriminada de los habitantes originales de esa región desde principios del siglo XIX hasta hace escasos cincuenta años[21]. 

Nuestra historia está plagada de ejemplos de conquistas brutales de los territorios y pueblos incivilizados por parte de culturas que se reconocen a sí mismas como las abanderadas de la civilización. La barbarie que pretenden destruir es un reflejo de su propia barbarie soterrada, proyectada en la imagen que se hacen del otro que, gracias a este acto de enmascaramiento, aparece como alguien que merece ser destruido. Esta violencia se convierte entonces en una violencia justificada, virtuosa, necesaria. Así, los abanderados de la civilización, legitiman el dar rienda suelta a sus propios impulsos destructivos. 

Hoy, en los grandes centros urbanos se siguen discutiendo políticas y proyectos para llevar el progreso a las regiones apartadas (apartadas, por supuesto, desde la perspectiva de los habitantes del centro urbano desde el que se deciden esas políticas). En muchos de los conflictos ambientales que hoy tienen lugar en Colombia, escucho ecos de esa vieja lógica civilizatoria. Políticas progresistas diseñadas por tecnócratas en los centros urbanos se insertan en territorios que no han sido aún penetrados por las dinámicas de la sociedad industrial y el capitalismo responsables de la crisis ecológica planetaria. Estas intervenciones en el territorio modifican de manera irreparable las tradiciones y dinámicas de vida de comunidades que han logrado mantener una relación más equilibrada con el entorno natural que habitan. 

En los argumentos que se plantean para justificar la creación de un puerto de aguas profundas en la costa pacífica colombiana (en Tribuga) escucho esa vieja lógica civilizatoria. Se argumenta que se requiere llevar el  progreso a esa región tradicionalmente abandonada y "subdesarrollada", sin tener en consideración la posición de las comunidades frente al proyecto, ni las consecuencias nefastas que tendría para el resto de formas de vida que coexisten en esos territorios (el proyecto afectaría 1.500 hectáreas de manglar, las rutas migratorias y espacios de vital importancia para la reproducción de las ballenas, los corales y diversos ecosistemas bastante frágiles que caracterizan la extraordinaria biodiversidad de la región). 

La construcción del Proyecto Hidroeléctrico Ituango es un ejemplo más de la imposición de un modelo de desarrollo que afecta irreparablemente la forma de vida de los habitantes del territorio inundado y de los actores tradicionales que a lo largo de  la extensa cuenca del rio Cauca han mantenido dinámicas de interacción sostenibles con el rio como la pesca artesanal y la pequeña agricultura. Los ejemplos de este tipo de violencia son innumerables.

Los defensores de este discurso que pretende legitimar la llegada del desarrollo a las regiones a través de la minería, la extracción de maderas, el monocultivo de palma o caña de azúcar, la pesca industrial, la creación de carreteras y puertos, han señalado reiteradamente a las comunidades como obstáculo. Los habitantes del territorio, esos bárbaros, no son asumidos como interlocutores legítimos pues se asume que su oposición a la llegada del progreso sólo puede ser fruto de su ignorancia, de su minoría de edad derivada de su carácter incivilizado. Lo que realmente tenemos aquí es el choque entre maneras distintas de concebir el desarrollo y el bienestar. Cualquier intervención que se haga sin tener en consideración esta realidad es una forma de atropellamiento.