Hay que verlas como las constelaciones oscuras, como llamaban los incas a su sistema de cielos, que definían en términos de los intervalos de oscuridad entre las estrellas, las formas interiores de unos perímetros brillantes. Lo que arma el espacio significativo no es contorno, no son los puntos brillantes, no es la presencia de luz, la luz es el ruido en las constelaciones oscuras. Lo que significan son los espacios negros entre los puntos. Cada vez sabemos más, tenemos más información, pero desde el punto de vista de las constelaciones oscuras, desde el fondo perdemos de vista el contorno.
POLA OLOIXARAC, Las constelaciones oscuras
La profundidad del abismo es una especulación sobre el absoluto de la que apenas tenemos algunas certezas especulativas. Los astrónomos saben que la luz de la más ínfima estrella tarda millones de años en viajar por el espacio, desde un punto del cosmos hasta su muriente destino final. Mientras tanto, el lenguaje ha donado tantas y tan dispares metáforas a la incógnita que plantea lo desconocido con el envolvente traje de la oscuridad. Imaginar la densa materia de la oscuridad vacía la experiencia sensible del hombre en el mundo hasta un estadio previo al de la experiencia de lo visual. Una vez que el lenguaje de la ciencia se hace insuficiente para describir la realidad, las aporías del pensamiento se conectan con las metáforas oscuras del lenguaje, tendiendo un puente entre los límites del conocimiento y la inefabilidad de la experiencia. Los lenguajes fijan coordenadas en presencia de la luz para contrastarse con la oscuridad y vislumbrar, en medio de la caverna del tiempo, las imágenes.
La estructura del conocimiento que se construye mediante la percepción visual requiere la luz como elemento constitutivo para orientarse en el mundo. Desde los albores de la humanidad, el desarrollo del conocimiento ha privilegiado los valores de “claridad y distinción” por encima de la “oscuridad y la diferencia”. La pregunta ¿por qué es la oscuridad? se relaciona con los límites del conocimiento y del lenguaje, al mismo tiempo que sus sombríos tentáculos capturan estructuras sociales vernáculas, como el mito, el rito, la magia y el arte.
En el cráneo, una cámara oscura con dos orificios y una pantalla desdobla el mundo perceptible del afuera en un acto continuo de la voluntad y la necesidad en cada parpadeo, en cada instante, encadenando el tiempo y el espacio para explorar la realidad en su incesante continuo. Andar a tientas, sin luz, en medio de la oscuridad, plantea el reto de la ceguera. Una experiencia diferente del mundo. Sin embargo, por más luces que el conocimiento técnico y científico proyecte sobre la vida del hombre para sustraerlo de las tinieblas de la ignorancia, la proporción entre lo conocido y lo desconocido estará en eterno desbalance. Dentro del cráneo se desdobla un contraespectáculo de infinita potencia que, como el firmamento, sirve de telón de fondo a las estrellas y a los viajes de la especulación, a la ensoñación y a la memoria, al olvido y a la muerte. En la filosofía índica, este espacio intercraneano se describe como chidakasha, término compuesto por la palabra que designa la mente y la palabra que designa el espacio. Así pues, lugar infinito, que pliega la potencia entera del universo dentro del recinto en el cual se sitúa, probablemente, la conciencia.
Pero no todas las estructuras de conocimiento dependen enteramente de lo evidente, de lo luminoso. Navegar sin instrumentos en medio de la noche, a tientas entre abismos y tinieblas, discerniendo entre los intervalos de la distancia que separa una noción de otra. Arma, una herramienta de navegación en tiempos oscuros, en tiempos en los que la realidad de la información y el valor de la verdad se han puesto en “entredicho”.
La escritura de un libro del mundo imaginado como un castillo transparente, cuyos cimientos estarían expuestos a todo aquel que lo deseara conocer, forma parte de la utopía del conocimiento iluminado que un día lejano sirvió de diagrama para soñar en la ciencia. El envés de la trama de aquel libro del mundo una vez soñado por la ciencia se representa en la distópica contraimagen de un universo paralelo —reflejo del espejo—. a semejanza del inframundo onírico imaginado por Lewis Carroll en los periplos de Alicia: la Deep Web, tejido laberíntico y contraimagen del libro del mundo controlado y vigilado por el Estado. Universo de contenidos libres, intercambios anónimos y monedas inmateriales. Su visibilidad se oculta como las verdades que entraña.
La oscuridad se expresa en el tiempo y quizás su presencia dé fe de lo inmaterial en el universo. El espacio que aún no ha sido tocado con la luz representa, mediante la ausencia de este componente físico, su positividad, su actualidad: la oscuridad es la virtualidad de lo luminoso. Quizás el arte sea, hoy por hoy, uno de los últimos bastiones que sostienen en el interior de su modo de ser una relación de proximidad con su presencia. Vivimos en un mundo cuya voluntad de transparencia ha tratado de borrar las metáforas y cualquier impulso especulativo relativo a improductivo, iluminando cada rincón del planeta. La incapacidad del hombre contemporáneo por lo desconectado, por lo que carece de cableado eléctrico, se expresa en la angustia que le genera no sentirse partícipe del flujo de información constante.
El arte se relaciona por vía negativa, incluso por una relación de necesidad, con la oscuridad. Estructuras de conocimiento complejas que amalgaman el inconsciente y la memoria, que configuran mediante la representación y la acción algo que está allí y a la vez no está allí, forman parte del modo de ser del arte. La paradoja del arte consiste en ser capaz de presentar objetos imposibles y a la vez reales. En la sociedad posindustrial, en un esfuerzo desmedido por capitalizar la productividad de la vida frente al tiempo muerto y el tiempo del ocio, el arte parece ser una mera forma adyacente al entretenimiento de los medios masivos, o al menos así lo quisieran hacer ver sus detractores. En ese espectro, el arte parece desvirtuarse por la arbitraria cercanía con los vulgares medios masivos, mientras su zona de influencia se limita a la diletancia desinteresada. Antes de la división del trabajo y de la especialización de los oficios, antes de la secularización y de la homogeneización del mundo globalizado, el arte designó una variedad de actividades humanas, cuyas indagaciones permitieron al hombre encontrarse con su sombra y, junto con ella, dirigirse al interior del pensamiento en salvajes especulaciones sobre la unidad del cuerpo y el espíritu, de la indivisible armonía entre las esferas de lo viviente, en la insondable multiplicidad de los mundos soñados y especulados en su encuentro con la vigilia.
En un pasaje de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Marx utiliza la imagen espectral de la masa del proletariado para describir los tiempos modernos:
Si hay pasaje de la historia pintado en gris sobre fondo gris, es éste. Hombres y acontecimientos aparecen como un Schlemihl a la inversa, como sombras que han perdido sus cuerpos.
En estos tiempos sombríos, el mundo ha alcanzado un grado de escisión pleno. Hay una fractura profunda que devora la luz con la fuerza de un agujero negro. La separación de las esferas de la vida es tan honda que naturaleza y vida, tanto como ciencia y sabiduría, son esferas prácticamente separadas del todo de la experiencia humana. ¿Podríamos entregar al arte las llaves de una posible conciliación entre las piezas de este rompecabezas tan difícil de armar? ¿Sería posible que mediante las prácticas artísticas la escisión hallara un rumbo de la reconciliación? ¿Sería posible encontrar, en un mundo fragmentado, una vía hacia la compleción de los vacíos y la enajenación de la esfera de la vida humana mediante el poder vinculante del arte?
Para esta edición de Carma, el tema editorial de la “oscuridad” revela una amplia escala de negros en conexión con una plétora de textos e imágenes. La piedra angular que escogimos, el capítulo-aforismo “El ideal de lo negro”, tomado de la teoría estética de Theodor Adorno, filósofo de la escuela de Frankfurt, da un tono general a la lectura de la revista. La negatividad estética que está en la base del pensamiento de Adorno es una clave para leer los tiempos actuales. El rumbo planetario de las discusiones estéticas es incierto, pero podemos tantear a ciegas, en todas las direcciones que el conocimiento humano nos pueda proveer, el aroma del pensamiento y el aire del tiempo. Si bien la industria cultural ha querido equiparar obras de arte con entretenimiento vulgar, sabemos que las distinciones pueden ser arbitrarias. Sin embargo, el arte construye estructuras de conocimiento tremendamente complejas, difícilmente equiparables a los productos provenientes de la industria del entretenimiento. Adorno invita al espectador a no contentarse con meros colores. El arte negro, como uno de los impulsos más abigarrados de un arte consciente de su significatividad social a pesar de su independencia formal y espiritual, es la piedra angular de la cual partimos para dar una perspectiva de una conciencia estética con una “capacidad de resistencia y perduración”.
Aunque la luz de la ciencia y el optimismo de la racionalidad instrumental siegan las mieses de la milenaria cosecha de avances técnicos a los que el hombre ha llegado, la fuente de la conciencia y otros aspectos físicos de la naturaleza del hombre y el mundo siguen ocultos tras un velo al que únicamente podemos señalar y tratar de descorrer. La mente humana, la belleza, el fin último del hombre, seguirán siendo un misterio oculto en la oscuridad, por más luz que traten de arrojar las ciencias y la técnica. Del misterioso origen del universo, de la memoria, del lugar de nuestros recuerdos y la identidad de cada sujeto, tenemos nociones oscuras, pero las certezas luminosas quizás siempre se verán envueltas en una nube negra.