En algunas de sus reflexiones sobre estilo y creación literaria, José Saramago sugiere que con su escritura aspira a lograr una identificación entre vida y acto artístico. “Escribir es hacer retroceder a la muerte, es dilatar el espacio de la vida”[1], sentencia en determinado momento. Sin embargo, en una entrevista posterior, se declara consciente de la imposibilidad técnica de su aspiración y esta se convierte más en una postura ética en relación con la escritura que en un principio estilístico:
Las raíces de mi discurso escrito están en el habla de todos los días, en la necesidad que siento de transmitir una sensación de totalidad integradora en la que el diálogo es solamente un elemento del espacio en que transcurre. Soy consciente de que esta totalidad es imposible de alcanzar, pero eso no significa que no lo intente en cada página que escribo[2].
La necesidad de transmitir una totalidad integradora y de ampliar la vida a partir de la recreación de sus mecanismos se realiza en determinados actos de escritura que, por insuficientes que sean, resultan necesarios. En esta declaración de principios descansa, silenciosa, determinada noción de acto, así como unas ideas de vida y muerte. Cabe, entonces, preguntarse: ¿existe realmente esta imposibilidad radical en el acto creativo? ¿Qué es, en el fondo, un acto? El término acto puede resultar sospechoso cuando se asocia a la creación artística o a la vida, porque en el lenguaje cotidiano lo imaginamos como un gesto acabado o, cuando está en proceso, como una acción que presupone e instaura por lo menos dos identidades: la del creador y la de la obra. Así las cosas, si comprendemos el acto como una acción configuradora de determinada unidad y separación del flujo continuo e informe de la vida, una actividad que está siempre confrontándose con sus propios límites en la representación o recreación de una totalidad o simultaneidad, es posible comprender la sensación de falta —inherente a la obra— que Saramago advierte.
El origen de la palabra, en varias de sus acepciones latinas, remite de hecho a la condición de unicidad: actus puede ser una unidad de longitud; un camino por donde podía pasar apenas un vehículo; el propio acto, más o menos como lo comprendemos hoy, que denota todo lo que se hace o se puede hacer, o, en la filosofía escolástica, actus purus, que es la perfección absoluta de Dios. Tanto en la definición latina de actus como en la española de acto vemos que el término está constituido por una tensión entre realización y potencia. En el Diccionario de la lengua española (2014) se comienza definiendo acto como acción, entendida, en la primera acepción de la palabra, como ejercicio de la posibilidad de hacer, y en segundo lugar, como resultado de la acción. Pasa también por las acepciones retórica —cada una de las partes en que se divide una pieza literaria— y filosófica: lo real, lo que es determinación de la potencia. Tanto en el ejercicio de la posibilidad como en la perfección de la potencia —actus purus—, la realización no agota una potencialidad subyacente que, a veces, se realiza o se manifiesta en forma perfecta o determinada. Es decir, que “acto” sería tanto la acción como su posibilidad, y tanto el hacer como el resultado del hacer; eso depende de la manera en que nosotros, los lectores del mundo y sus manifestaciones, lo consideremos. En ese sentido más radical, que se distancia de la comprensión común y cotidiana del término, el acto creativo no constituiría la paradoja que Saramago parece proyectar en la salvedad sobre las pretensiones de su escritura.
Tal vez por eso la primera cita, que considera la escritura como una forma de hacer retroceder a la muerte —y no necesariamente combatirla o evitarla—, sea más fértil que la segunda. Porque, desde ese punto de vista, la escritura no anula su opuesto ni intenta recrear una vida “pura”, sino que de alguna manera invita a la vida a bailar con la muerte. Esa imagen recuerda una enseñanza budista según la cual el conocimiento es como una circunferencia rodeada de ignorancia: mientras más ampliamos el conocimiento, más crece el radio de la ignorancia también. Del mismo modo, desde la perspectiva de la vida y la muerte, de la luz y la sombra, o del acto y la potencia, mientras más determinada y precisa la acción creadora, más presente y sugestivo el sustrato de la potencia en la obra. En español, algunas veces, cuando en el lenguaje coloquial queremos decir que una obra es fuerte, que toca nuestras emociones o nuestro intelecto en forma certera, decimos que es potente. En ese caso, la palabra se refiere al poder; algo es potente porque tiene poder, fuerza y, además, a veces denota habilidad. Pero también la palabra poder viene de potencia, de tener la posibilidad de hacer algo con especial dominio o propiedad, y no necesariamente hacerlo.
¿Dónde reside entonces la fuerza de las obras poderosas, de los discursos potentes? ¿Cuál es la relación entre acción e inacción en esos casos?
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Algunas reflexiones de Giorgio Agamben en El fuego y el relato [3] son útiles para pensar este asunto. A partir de ellas, quiero pensar también cuál es el lugar de la lectura en el acto de la escritura, entendiendo este último de la manera esbozada en los párrafos anteriores, esto es, como un evento de convivencia de la acción con la potencia, de lo dicho con lo no dicho, de la pulsión de vida con la pulsión de muerte.
“Opus alchymicum” [obra alquímica] es el título que Agamben le dio a uno de los ensayos contenidos en la recopilación El fuego y el relato, libro que es producto de conferencias dadas entre 2010 y 2013. En este texto, como en todo el libro, él aborda la cuestión de la creación literaria o, en otras palabras, de la relación entre mundo y lenguaje, entre ser y obra, pero aquí el enfoque está en el acto creativo como trabajo del artista sobre sí mismo. Comienzo citando el último ensayo del libro porque, en él, el objetivo fundamental del pensamiento de Agamben, el sujeto en su dimensión ética y política, gana un espacio central, principalmente a lo último, cuando retoma algunos temas que Foucault investigó más hacia el final de su vida y busca hacer una nueva lectura a la luz del concepto de potencia y del estudio de los casos de algunos artistas que tuvieron esa pretensión de trabajar en sí mismos a través de la realización de sus obras. Por ejemplo, el “autocuidado”, que se trataba de investigar prácticas y dispositivos, como exámenes de conciencia y prácticas ascéticas, con la intención de conquistar no solo el autoconocimiento, sino también el autogobierno y el trabajo en sí mismo. Este tema del autocuidado tiene relación con la pregunta por la constitución del sujeto y además con un asunto que Foucault llegó apenas a mencionar, sin profundizar en él: el de una “estética de la existencia”, o de sí mismo y la vida entendidos como una obra de arte[4].
Para sustentar su tesis, Agamben defiende una lectura no estetizante de estos aspectos del pensamiento de Foucault, y se basa en la visión que el propio Foucault expuso en algunos textos y entrevistas. Sin embargo, el problema de la relación del sujeto consigo mismo, o la noción de sujeto ético (siendo ethos literalmente la “seidad”, la manera como cada uno experimenta su propio ser), lleva a una contradicción, porque ese sí mismo con el cual se tiene relación no es más que la propia relación. “En otras palabras, no hay un sujeto antes de la relación consigo mismo: el sujeto es esa relación, y no uno de sus términos”[5]. Debido a la aporía intrínseca al trabajo en sí mismo, Foucault habría recurrido, según Agamben, a la idea de sí mismo y de la vida como una obra de arte, pues, ya que el sujeto no es dado anticipadamente (no existe un yo previo que mantiene una relación consigo mismo a través de su obra), es necesario construirlo como un artista construye su obra, y esto, parece sugerir Foucault en una entrevista, es posible mediante una actividad creadora, como la escritura.
Después de haber afirmado [Foucault] que se sentía obligado a escribir, porque la escritura le da a la existencia una especie de absolución, indispensable para la felicidad, él especifica: “No es la escritura la que es feliz, es la felicidad de existir que está suspendida en la escritura, lo que es un poco diferente”. La felicidad —tarea ética por excelencia, hacia la cual se dirige el trabajo sobre sí mismo— “depende” de la escritura, esto es, se hace posible solamente a través de una práctica creativa. El autocuidado pasa necesariamente por un opus, implica ineludiblemente una alquimia[6].
La tesis de Agamben en “Opus alchymicum” es que la condición de posibilidad del trabajo en sí mismo por medio de la obra es que el sujeto se relacione consigo en el acto creativo como con una potencia. Este concepto, que él rescata de la tradición aristotélica y desarrolla en “¿Qué es el acto de creación?”[7], es una pieza clave para sustentar su tesis. En pocas palabras, en este ensayo inicial, Agamben retoma la idea de resistencia en el acto creativo que Deleuze define no como oposición, sino como la liberación de una potencia que estaba aprisionada[8]. Agamben va más allá y piensa la relación entre resistencia y creación, o potencia y acto, en forma diferente; la potencia es para él una fuerza interna al propio acto. La maestría, dice Agamben recordando el concepto aristotélico de hexis[9], consiste en la integración de una potencia-de-no en el acto creativo.
Resistir, del latín sisto, significa etimológicamente “detener, mantener parado”, o “detenerse”. Ese poder que retiene y detiene la potencia en su movimiento en dirección al acto es la impotencia, la potencia-de-no. La potencia es, por lo tanto, un ser ambiguo, que no solo puede tanto una cosa como su contrario, pero también contiene en sí una resistencia íntima e irreductible[10].
El acto de creación es definido, entonces, como un campo de fuerzas tensionado entre potencia e impotencia, poder y poder no actuar y resistir. El dominio del artista no consiste en dominio sobre el poder, sino sobre el poder-no. Lo importante de esta idea es, por un lado, que la maestría revela en el acto la potencia de no hacer, el equilibrio, por así decirlo, entre la habilidad —que niega la potencia de no hacer— y el talento —que solo puede hacer—. En otras palabras, el maestro crea con la potencia-de-no, es el único que puede no no hacer y crear con su potencia de no crear. Y, por otro lado, ese crear con la potencia-de-no, esa instancia crítica que frena la potencia ciega en dirección al acto, impide que la potencia se agote en el acto, que la realización de la obra diluya la energía invertida en el acto.
Para Agamben, ahí está el riesgo de una aproximación imprudente entre la práctica artística y el trabajo sobre sí. Una aproximación que agote el sujeto y el trabajo sobre sí en la realización de la obra, y no integre en la creación esa potencia-de-no. Esto, dice él, puede llevar a la supresión de la obra y a la primacía del artista, como sucede en algunas vanguardias artísticas. Agamben da el ejemplo radical de Yves Klein, que definía sus cuadros como la ceniza de su arte y decía que el hecho de existir como pintor sería, en el futuro, “el trabajo pictórico más formidable de todos los tiempos”. Este ejemplo le permite mostrar que la abolición de la obra hace desaparecer también el trabajo sobre sí mismo. “El artista, que dispensó la obra para poder concentrarse en la autotransformación, es ahora absolutamente incapaz de producir en sí mismo otra cosa que no sea una máscara irónica o de exhibir, sin ningún recato, simplemente su cuerpo vivo”[11].
Esa imprudencia en la aproximación de la práctica ascética espiritual y la práctica artística puede tener, en la visión de Agamben, otras consecuencias indeseables, además del abandono de la obra y de la práctica ascética. Recuerda, por ejemplo, el caso arquetípico del trabajo alquímico, que originalmente consistía en realidad en una transformación simultánea de los metales y del sujeto que estaba en la búsqueda de la piedra filosofal. En este caso, la producción textual, los libros alquímicos escritos para exhortar a los filósofos a buscar la ciencia, muchas veces acaban siendo residuos insulsos e intrincados de una práctica extratextual. El abandono de la obra y del trabajo, la incomunicabilidad de la obra fuera del contexto de creación y el riesgo de perder el esfuerzo del trabajo en sí mismo en un juego interno —un ejercicio narcisista— que no comunica nada ni lleva a una forma-de-vida son algunos de los riesgos de experimentar el trabajo sobre sí en alianza con el acto creativo, sin asumir ese acto como una tensión que no se resuelve (pues el poder de crear no anula el de no crear).
Lo que Agamben llama forma-de-vida es el punto en el que el trabajo en una obra y el trabajo sobre sí coinciden perfectamente. La vida poética es aquella que encuentra paz en la contemplación de la inutilidad del lenguaje, de la visión o del cuerpo, que se contempla a sí misma también como pura potencia:
“Un ser vivo nunca puede ser definido por su obra, sino solamente por su inutilidad, o sea, por la manera como, al mantenerse en una obra en relación con la pura potencia, se constituye como forma-de-vida, en que no están más en cuestión ni la vida ni la obra, sino la felicidad”[12].
La existencia estética, por tanto, sería aquella en la cual el sujeto se asume en su total potencialidad de ser o no ser. Es recurrente la idea —pero no siempre dicha explícitamente en este ensayo—de que es indispensable la reformulación de la relación sujeto/objeto en el acto creativo o en el acto de pensamiento. En el acto creativo, como es comprendido por Agamben, el artista no es el dueño y señor de la obra, sino un ser vivo que contempla en ella como resultado, y en el propio acto, la potencia de la vida y del lenguaje.
Es necesario, por lo tanto, que a través de la relación con el trabajo sobre sí, la práctica creativa también pase por una transformación. La relación con una práctica externa (la obra) hace posible el trabajo sobre sí solo en la medida en que se constituye como relación con una potencia. Un sujeto que intentara definirse y darse forma solo por medio de su obra se condenaría a cambiar incesantemente su vida y su realidad con su obra. En cambio, el verdadero alquimista es quien —en la obra y por medio de la obra— contempla solamente la potencia que la produjo. Por eso Rimbaud llamó “visión” a la transformación del sujeto poético que él procuraba alcanzar por todos los medios. Lo que el poeta, transformado en “vidente”, contempla es la lengua —esto es, no la obra escrita, sino la potencia de la escritura—. Y dado que, como dice Spinoza, la potencia no es nada más que la esencia o naturaleza de cada ser, en la medida en que tiene la capacidad de hacer algo, contemplar esa potencia es también el único acceso posible al ethos, a la “seidad”[13].
Tal vez sea esa libertad a la cual tanto se refiere Saramago cuando describe su método de trabajo y su búsqueda creativa. No porque se pueda pensar en él como un escritor que combina el trabajo sobre sí con la creación de su obra, sino porque él parece tener la necesidad de contemplar la lengua, la potencia de la lengua —y de la vida—, en su acto creativo. No obstante, en su concepción del acto de la escritura de novelas, él es enfático al negar la existencia de la categoría del narrador, a no ser como una invención posterior de la crítica. En él, la identificación entre autor y narrador es esencial para la definición de su método de trabajo:
“El narrador soy yo, yo soy los personajes, en el sentido en que yo soy el señor de ese universo. Y si funciona, el lector no lee la novela, sino al novelista. Y en el fondo, es eso lo que interesa saber: quién es ese señor que escribió eso”[14].
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Llama la atención que algunos escritores, incluso Agamben en este mismo libro, comparan la pura potencia de la lengua con el flujo de un río, y que el símbolo del agua también sea un arquetipo de la psique humana que suele aparecer en sueños y representa al ser en su pura potencialidad oculta, su posibilidad de regeneración, purificación y fuente fecundante subyacente, presente en cada acto. Al mismo tiempo, la actitud en relación con este flujo, la idea que se tiene sobre cuál es la relación del sujeto con él, sobre el tipo de manifestación de él que sería el lenguaje y el acto de creación literaria, puede ser una llave para leer la concepción que los autores tienen sobre el gusto y la técnica.
En el ensayo “Del libro a la pantalla. El antes y después del libro”[15], Agamben defiende que hoy en día se hace necesario reformular el paradigma teológico de la creación a partir de la nada. Él repiensa el acto creativo a partir de la imagen del origen como una espiral, tomada de Benjamin. Y desarrolla esta idea en otro ensayo, Vórtices[16], diciendo que la obra de arte, el sujeto y el nombre —modos de la sustancia— serían como el vórtice que se forma en un río cuando el flujo del agua encuentra alguna represa, alguna resistencia a su flujo libre. Cuando el agua se estanca, en algún momento se forma un vórtice que permite que el flujo del agua siga su curso. Lo especial del vórtice es que, a pesar de ser una forma separada del flujo del agua, autónoma y cerrada en sí misma, y de obedecer a leyes propias, “está totalmente conectada con la totalidad en que está inmersa, es hecha de la misma materia, que intercambia continuamente con la masa líquida que la cerca. Es un ser aparte y, aun así, no hay una gota que de hecho le pertenezca, su identidad es absolutamente inmaterial”[17]. El poeta es aquel que retoma el sentido oculto de las palabras, la potencialidad de la lengua, aquella que solo se encuentra al sumergirse a través del vórtice, del punto ciego del nombre, para entrar en el flujo en que todo desaparece y después reaparece transformado.
Tanto Agamben como Saramago imaginan la lengua como un flujo que sigue o no su curso, pero las consecuencias de la imagen son diferentes en cada uno. Para Agamben, el vórtice, el nombre, la obra, el sujeto, son modos de la sustancia, del agua, que tienen una relación orgánica con ella. Para reformular el paradigma de la creación a partir de la nada, recuerda que, según la tradición platónica, Dios tenía en mente desde siempre todas las cosas que crearía: la nada nunca fue nada. También recuerda que la cábala interpreta el mito de la creación a partir de la nada, como significando que “la nada” sería la materia con la cual Dios hizo la creación. Del mismo modo, el sujeto creador, visto desde la óptica de este paradigma, ya no es el soberano de la obra, sino parte del devenir del flujo; él también necesita entrar en el vórtice para poder renovar la materia de su creación, someterse al curso impetuoso del río. Por eso, necesita renunciar a una soberanía y a una pretensión de totalidad; no la necesita en la obra acabada, porque ya se reconoce como parte y todo al mismo tiempo, como sucede en la escritura de Benjamin, con su manera fragmentada y circular de apuntar a una unidad mayor.
Saramago, a pesar de concebirla como un flujo, dice que la lengua es como un hilo interrumpido por nudos, por los signos gráficos de puntuación que de algún modo cortan una cadencia original de la lengua portuguesa que a él le gustaría rescatar, por lo menos en ciertos mecanismos que le permiten compararla con una masa de agua que se desliza con peso, brillo y ritmo. Él, a diferencia de Benjamin, en su búsqueda de la totalidad quiere “imitar” de cierta manera la libertad del flujo del lenguaje oral y la continuidad de la vida que pretende recrear. Para eso tiene que permitirse divagar, extenderse, sin ejercicios críticos sustanciales.
Por otro lado, también en Benjamin parece estar el origen de la idea que Agamben reitera sobre evitar los movimientos superfluos, es decir, no dejar que la potencia del acto fluya libremente, sin restricciones, sin la presencia de la potencia del no hacer, presencia que en última instancia daría maestría a la obra. En el fragmento Escribir bien[18], Benjamin sentencia que el buen escritor no dice más que lo que piensa. Decir es más que la expresión del pensamiento: es su realización. De ahí la importancia del entrenamiento para evitar movimientos oscilantes, desgastantes. Esto no significa, sin embargo, que el escritor tenga que decir sobriamente lo que piensa, sino que debe tener la disciplina y práctica necesarias para, como haría un atleta entrenado, alcanzar la meta con precisión y potencia:
“Es don del buen escritor, con su estilo, conceder al pensamiento el espectáculo ofrecido por un cuerpo gracioso y bien entrenado. Nunca dice más que lo que piensa. Por eso, su escrito no revierte en favor de sí mismo, sino de lo que quiere decir”[19].
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Siguiendo la línea de pensamiento de Benjamin, según la cual la escritura es el acto de realización del pensamiento y no su expresión, y la de Agamben, según la cual el sujeto es un vórtice en el flujo de la sustancia y, en ese sentido, no crea de la nada, sino que recrea y es un vehículo de realización de la sustancia a través de su obra y de su propio cuerpo, también podemos considerar el acto de la escritura como un continuo en el cual la sustancia, de diversos modos, se “subjetiva”, adquiere conciencia de sí y vuelve a unificarse en un movimiento incesante. En ese proceso de subjetivación, el pensamiento, la lectura y la escritura, la relectura y el pensamiento a partir de la relectura (en suma, todos los antecedentes y efectos relacionados con el acto aparentemente separado y único de la escritura) serían parte de un flujo continuo, incluso de una simultaneidad indivisible, y las categorías escritura, lectura, pensamiento y acto serían apenas nombres, vórtices que permiten que el flujo y la renovación de la sustancia sucedan. En palabras de Agamben, ya no existiría un sujeto antes de la relación consigo, el sujeto es la relación. De la misma manera, no existiría un sujeto antes de la relación con el mundo, él sería la relación, y la escritura sería un vestigio, como los libros, que son el resultado de la lectura del mundo, de sí y de otros libros. Si no existe el sujeto, como este suele entenderse en la modernidad, tampoco existe una división real entre los actos de la escritura y de la lectura; ellos son modos en que el sujeto se relaciona con el mundo y lo aprehende en sus diversas manifestaciones, incluso su propio inconsciente y el inconsciente colectivo.
La creación del sujeto depende del acto de la lectura. Incluso antes de expresarse de modo consciente, él necesita aprender a leer los gestos, las formas, las sensaciones físicas que vienen del mundo y de su propio cuerpo. Y las dos cosas, la lectura y la expresión o realización del gesto, forman parte de un continuo. Etimológicamente, leer significa recoger, seleccionar. En ese sentido, el proceso de construcción del sujeto depende del acto de la lectura. Es posible que los sueños sean la experiencia en la que lectura y escritura se encuentran de manera más evidente como la unidad que realmente son. Los sueños son la manifestación espontánea de aquello que somos más allá de la ilusión del sujeto separado del mundo; como la escritura, son una realización del pensamiento, del inconsciente que contiene en forma latente el material de las lecturas personales y colectivas, anteriores incluso a nuestro nacimiento.
En su bellísimo texto “Correr y escribir”, Joyce Carol Oates dice que tiene que haber una analogía entre correr y soñar. Las posibilidades de la mente del soñador se asemejan, desde su punto de vista, a las del corredor que vive la expansión de conciencia que lo hace sentir en todo el cuerpo una extensión del yo capaz de imaginar. Así, dice ella, cuando corre, esa expansión le permite “ver” lo que está escribiendo, como si se tratara de una película o de un sueño. De cierta manera, lo que ella hace al escribir es leer las imágenes, ambientes y personajes que aparecen con más nitidez en los momentos de lucidez parecidos a los sueños. Ella también compara la escritura con un río que fluye uniformemente y habla de los sueños como viajes temporales a la locura que nos mantienen alejados de la locura verdadera. “Del mismo modo, también las actividades gemelas correr/escribir mantienen al escritor razonablemente sano y con la esperanza, aunque ilusoria y temporal, de tener todo bajo control”[20].
Si Saramago necesita “oír” la voz que habla internamente para poder escribir a la manera caótica y continua de la vida, Oates necesita “ver” con la mayor nitidez posible aquello que ya está en su inconsciente o en su memoria. Así, en el proceso de la escritura, la lectura interviene activamente por lo menos de dos formas: como la presencia fantasmagórica de aquello que el escritor ya leyó y vivió, y que se hace presente por medio del oído, de la visión, o en el gesto automático de la imitación. Y en la forma de potencia, de resistencia al acto libre y desmedido de la escritura: el lector imaginario para el cual escribimos y a quien intentamos agradar, que de cierto modo es más responsable por lo no dicho que por lo dicho. En el acto de la escritura, incluso la escritura libre y espontánea, hay un proceso de selección, de lectura intrínseca, que parece liderado por algunas lecturas previas incorporadas como por “ósmosis”. Saramago expresa eso claramente cuando se refiere a sus influencias: “No siento, sin embargo, que exista influencia de esa literatura [la de Latinoamérica]. Tal vez la única cosa que puedo haber recogido de ella sea un cierto modo amplio de respirar”[21].
El uso de la palabra recoger nos remite de nuevo a la raíz latina del verbo leer, que no es otra cosa que recoger, retener —no siempre conscientemente— aspectos o gestos muchas veces indefinibles, como un ritmo, un énfasis, un tono o un vicio. Y la lectura se hace presente en la escritura en forma inseparable, tal vez como el movimiento automático aprendido por el atleta en sus sesiones de práctica. De ahí la importancia de la potencia-de-no, porque es en esos casos, de tendencias automáticas, de patrones aprendidos y olvidados en el río del inconsciente, o pasados de generación en generación sin ninguna reflexión, cuando la posibilidad de realización del pensamiento se escapa, y con ella una autenticidad o, si se quiere, una verdad que tiene relación con la búsqueda por permitir que lo que necesita decirse, oírse, sentirse y verse se realice de la manera particular de su potencia, esto es, de su esencia.
La lectura y la escritura son inseparables, dos modos de manifestación de un continuo subyacente. No obstante, es interesante pensar la lectura como si fuera un acto fundamental y creativo, transversal a la escritura. Pensar la lectura apenas como un acto previo o posterior a la escritura y, de cualquier manera, separado de ella y limitado a la lectura de libros de determinada área de conocimiento, configura una creencia que empobrece la experiencia humana y disminuye las posibilidades creativas y de apropiación del acto de constitución del sujeto. Al concentrarnos en el acto creativo de una obra de ficción, se puede pensar que la lectura es parte esencial del acto en todo el proceso. Esta existe antes de la escritura, en el periodo potencial de la obra, cuando se prepara en borradores, anotaciones, esbozos, conversaciones, observaciones y lecturas de otras obras. Existe durante la escritura, como esa presencia fantasmagórica que se manifiesta en el texto sin haber sido invitada, y como el “espacio” de potencia-de-no que en toda obra permite la recepción, la futura lectura fértil, incluso la del propio autor durante la escritura. Existe después de la escritura, en forma de relectura y revisión del autor, y como lo que finalmente completa la obra, que es la lectura de los otros, de determinado público.
Los conceptos de potencia y potencia-de-no, intrínsecos a la noción de acto, confieren a la reflexión sobre la creación literaria aperturas que permiten pensar el arte en sus particularidades internas, en las reglas que este instaura como espacio autónomo dentro de un continuo histórico y ontológico —como vórtice—, y en su carácter de acto ético y político. En palabras de Agamben:
“Lo que la poesía realiza por la potencia de decir, la política y la filosofía deben realizar por la potencia de actuar. Volviendo inoperantes las operaciones económicas y sociales, ellas muestran lo que puede el cuerpo humano, lo abren para una nueva posibilidad de uso”[22]. Al mismo tiempo, estos conceptos y la inclusión de la instancia crítica (de la lectura), o sea, la inclusión de la fuerza de resistencia intrínseca al acto (y al ser) en la comprensión del acto creativo y del acto creativo como herramienta de autoconocimiento, permite pensar y practicar la alianza de estos dos ámbitos sin caer en los peligros narcisistas o de supresión de la obra que Agamben observa en su ensayo.
También resulta liberador pensar la propia naturaleza del acto creador y de la existencia estética del sujeto incluyendo la potencia-de-no, porque esto rasga el velo de raridad casi clínica que muchas veces cubre el proceso de creación artística. Muchas de las acciones o inacciones contenidas en el acto de escribir y de ser, de estar vivo, son entendidas, en nuestro mundo, como inadecuadas o enfermas. Inadecuadas a los ojos de determinada sociedad: la sociedad disciplinaria de Foucault que configura una constitución violenta del sujeto, una captura del ser, en la medida en que el sujeto tiene prohibido escuchar, ver, oír o tocar su lado oculto, el fondo de renovador del río, y de esta forma explorar “nuevas posibilidades” de uso del cuerpo humano.
1. José Saramago (1983). Jornal de Letras, Artes e Ideias, Nº 50 [entrevista de Fernando Dacosta].
2. José Saramago (2008). Jornal do Brasil [entrevista de Bolívar Torres].
3. Giorgio Agamben (2018). O fogo e o relato. Ensaios sobre criação, escrita, arte e livros (trad. Andrea Santurbano e Patricia Peterle). São Paulo: Boitempo Editorial. [N.A.: Todas las citas son traducciones mías de la versión en portugués].
4 Ibíd., p. 158.
5 Ibíd., p. 161.
6 Ibíd., p. 162.
7 Ibíd., p. 59.
8 Este ensayo es, en palabras del autor, un intento por interrogar lo que permanece no dicho en la idea deleuziana del acto de creación como un acto de resistencia.
9 Un poder hacer que es también no hacer y que constituye la técnica en las artes.
10 Ibíd., p. 67.
11 Ibíd., p. 147.
12 Ibíd., p. 166.
13 Ibíd., p. 165.
14 José Saramago (2001). A globalização é o novo totalitarismo. Madrid: Época [entrevista de Ángel Vivas].
15 Giorgio Agamben (2018). O fogo e o relato. Ensaios sobre criação, escrita, arte e livros (trad. Andrea Santurbano e Patricia Peterle). São Paulo: Boitempo Editorial.
16 Ibíd., p. 83.
17 Ibíd., p. 84.
18 Walter Benjamin (1995). Obras escolhidas II. Rua de mão única (p. 274). São Paulo: Brasiliense.
19 Ibíd., p. 275.
20 Joyce Carol Oates (2008). A fé de um escritor (trad. Maria João Lourenço). Lisboa: Casa das Letras.
21 José Saramago (1982). José Saramago fala de Memorial do convento: a língua que uso nos romances faz corpo com aquilo que conto. O Diário [entrevista de José Jorge Letria].
22 Giorgio Agamben (2018). O fogo e o relato. Ensaios sobre criação, escrita, arte e livros (trad. Andrea Santurbano e Patricia Peterle). São Paulo: Boitempo Editorial.