VAMPIROS DE LA SABANA
SAVANNAH'S VAMPIRES
María Isabel Rueda
La primera vez que se mencionó la palabra gótico fue para referenciar históricamente el arte del siglo XVII. El arco ojival o apuntado, los vitrales y las bóvedas de crucería eran la característica disruptiva en referencia a los periodos anteriores. Con el paso del tiempo, el mismo término llegó a ser utilizado para denominar una subcultura urbana de jóvenes ingleses, quienes tenían un interés musical en común. A ellos aún se les relaciona con el misterio, lo siniestro, la rebelión contra el sistema y el orden social. Ahora, cuando se habla de góticos las imágenes que saltan a la vista son las de muchachos y muchachas caminando entre la neblina y el frío, en callejones oscuros de ciudades europeas.
Tan asociada está la noción de gótico a estas imágenes penumbrosas que se nos hace imposible concebir la existencia de algo así en nuestros selváticos pisos térmicos. Sin embargo, el concepto de “gótico tropical” ha sonado en nuestras comarcas desde la década de los ochenta. Carlos Mayolo, el director de cine caleño, adaptó la novela La Mansión de Araucaima escrita por Álvaro Mutis en 1973 y gozó de tanta popularidad que los críticos acuñaron ese nombre para el género. Mutis había escrito esa novela para demostrarle a su amigo, el también director Luis Buñuel, que era posible ajustar las características de la novela gótica al contexto latinoamericano. Mutis se fajó una novela gótica de tierra caliente tan buena que Buñuel no tuvo más remedio que quedar maravillado.
El concepto de gótico en el trópico no es el único movimiento cultural europeo que ha encontrado un nicho en las ardientes tierras latinoamericanas. A pesar de que el imaginario relacionado con los vampiros es el de la noche, el inframundo y la sombra, en las playas y la selva también han encontrado asilo. Un ejemplo son los Vampiros en la Habana, el largometraje animado de Juan Padrón de 1985. También en nuestra alta y agreste sabana los descendientes de Nosferatu pueden ser vistos. María Isabel Rueda, la artista cartagenera, se toparía con ellos debajo de un puente cerca de la Universidad Nacional en 2003.
Para conocerlos, María Isabel se volcó en un juego constante de prueba y error mediante el uso paradójico de la fotografía para retratarlos. ¿Por qué paradójico? Según la tradición, un vampiro no se refleja en un espejo ni puede ser fotografiado, pero Rueda realizó una serie de retratos en la que aparecen viendo directo al lente. Así, María Isabel logró que su trabajo se convirtiera en la herramienta perfecta para conectar la realidad de este platanal húmedo con el frio de la ficción y la literatura de antaño.
Si bien su trabajo toma como referencias a los vampiros tropicales y al gótico de Mutis y Mayolo –a pesar de que su encuentro fuera posterior a la producción de su serie– no es solo una interpretación del concepto original indoeuropeo. Podría decirse que es una mutación de los aspectos de esa cultura que surge en el ecosistema colombiano. Los retratos de Rueda extrapolan las características esenciales que conocemos del vampirismo: sus modelos posan inexpresivos, pálidos y desafiantes en sus mortuorios atuendos oscuros. Pero lo hacen enmarcados por escenarios naturales, ciertamente bucólicos, de la reminiscentemente indígena sabana de Bogotá.
Sin embargo, esos vampiros han pasado de los castillos y las pendientes borrascosas a los conjuntos de edificios residenciales y los caños; de los ataúdes y el confinamiento a la incandescencia del picante sol del medio día en el altiplano. Hecho por demás también paradójico porque los vampiros originales se derriten al contacto con la luz del sol.
Tal vez es eso lo que hace los retratos de María Isabel tan atractivos: son vampiros absurdos posando entre la maleza y el barro, rodeados por plantas exóticas, vestidos a la moda. María Isabel se los encontró en todo su apogeo en Bogotá y atrapó sus reflejos con sus artilugios mágicos fotográficos, justo en una época arcaica y remota en la que no había smartphones ni Instagram. Con su cámara les entregó el regalo de la juventud eterna y convirtió esta vieja ciudad católica y creyente, olvidada de dios, en un escenario dantesco. Aquí, los condenados vampiros de Rueda se mimetizan en un entorno que limita el entre lo surreal y lo contaminado.
Las figuras y el fondo sabanero colapsan para ofrecernos la ilusión de que no existe una frontera entre ambos. La fantasía y la ciudad no son más que el mismo concepto. La ficción de la cultura de los vampiros es aquí real y cotidiana. Existe y se puede presenciar.
When the term Gothic was invented, it was used to historically reference the art of the seventeenth century. Ogival or pointed arches, stained glass windows, and ribbed vaults were the architectural features that broke with previous periods. With the passage of time, the same term came to be used to refer to a young British urban subculture that shared a common musical interest. This group continues to be associated with the mysterious and sinister, and with rebellion against the system and the established social order. Nowadays, when speaking of "Goths", the image that comes to mind is one of youth walking through the fog and the cold, down dark European alleys.
The idea of Gothic is so closely linked to these gloomy images that it is impossible for us to conceive of anything like it here in the wilds of our country. And yet, "tropical Gothic" is a concept familiar in our regions since the eighties. Carlos Mayolo, the film director from Cali, adapted Álvaro's Mutis' novel, La mansión de Araucaima, in 1973 and the film was so popular that critics coined the term to refer to the genre. Mutis had written the novel to prove to his friend, director Luis Buñuel, that the characteristics of the Gothic novel could be adjusted to a Latin American context. Mutis' Gothic novel based in a steamy clime was so good that Buñuel couldn't help but be amazed.
The tropical Gothic concept is not the only European cultural movement to find a niche in the torrid lands of Latin America. Although the imaginary related to vampires is that of the night, the underworld, and the shadows, they have also found asylum on our beaches and in our jungles. One example is Vampires in Havana, Juan Padrón's animated feature from 1985. And the descendants of Nosferatu can be found on our high, rugged savannah. María Isabel Rueda, the artist from Cartagena, ran into them under a bridge near the National University in 2003.
In order to make their acquaintance, María Isabel threw herself into an ongoing game of trial and error and, through the paradoxical use of photography, began to take their portraits. Why paradoxical? Legend has it that a vampire's image cannot be reflected in a mirror, nor can it be photographed, but Rueda managed to create a series of portraits in which they appear looking directly at the lens. In doing so, María Isabel transformed her work into the perfect tool for connecting the reality of this humid tropical landscape with the chilling fiction and literature of yesteryear.
Although her work references tropical vampires and Mutis and Mayolo's idea of Gothic –and despite the fact that her encounter came after her series was produced–, it is not merely an interpretation of the original Indo-European concept. One could call it a mutation of certain aspects of the aforementioned culture arising out of Colombian ecosystems. Rueda's portraits extrapolate the essential characteristics of vampirism with which we are familiar: her models pose inexpressively, pale and challenging, in their deadly dark garb, but they are framed by natural settings, unmistakably bucolic, taken from Bogotá's reminiscently indigenous savannah.
These vampires have abandoned their castles and stormy slopes for housing estates and sewer channels; their coffins and confinement for the incandescence of the burning midday highland sun, which is even more paradoxical since the original vampires were said to whither in contact with sunlight.
Perhaps this is what makes María Isabel's portraits so intriguing: her absurd vampires pose in the brush, in the mud, surrounded by exotic plants, fashionably dressed. María Isabel discovered them at their height, in Bogotá, and captured their reflections with her magical photographic gadgetry, at an archaic and remote moment in time before smartphones and Instagram. Her camera endowed them with the gift of eternal youth and turned an old Catholic city of believers, forgotten by God, into a Dantesque setting in which Rueda's cursed vampires blend into surroundings that lie somewhere between the surreal to the contaminated.
The figures and the backdrop of the savannah fall away to offer us the illusion that no border exists between them. Fantasy and city are one and the same. Here, the fictional vampire culture is real and routine. It exists and can be witnessed.